martes, 9 de febrero de 2010

Cruces en un desierto sin límites (2666, de Roberto Bolaño, dirigida por Àlex Rigola)


                                                                                                                                                                                          Foto de Ros Ribas

En el cuarto acto de la adaptación de Rigola del 2666 de Bolaño -La parte de los crímenes-, la acción transcurre en un desierto. En la parte izquierda, una chica muerta descansa sobre un plástico, empapada en su propia sangre y totalmente desnuda; su desnudez aún palpitante contrasta con los espinos áridos del páramo mexicano. Los investigadores y policías se mueven por este desierto doméstico mientras cuentan chistes machistas y parece que en ese paseo se trasladan a otros espacios, en algún momento incluso aparece el recuerdo de Klaus -sobrino de Archimboldi, o Hans Reiter- encarnado en persona, se sienta en una piedra y se reproduce un interrogatorio en una comisaría de policía. Como si ese desierto no tuviera límites y se prolongara más allá de Santa Teresa, más allá del DF, más allá de México.

Este es un buen ejemplo de la experimentación que, con 2666, ha querido llevar a cabo Rigola. Y es que, como bien dice el director en una entrevista, si en 2666 Bolaño quiso experimentar sobre los límites de la literatura y los límites de la novela, su adaptación teatral debería, consecuentemente, poner en tela de juicio la escenografía tradicional o habitual.

Y de veras que lo hace, sobre todo en las tres últimas partes, las más potentes visualmente. La parte de Fate, en la que se explica la experiencia de un periodista afroamericano que viaja al DF para cubrir un combate de boxeo, es un galimatías de sensaciones, una pieza preciosa de cincuenta minutos donde hay sitio para todo. El texto narra el viaje y las peripecias -enamoramiento incluido- de Fate, que se sumerge en la noche mexicana para acabar intuyendo que los crímenes que se suceden en Santa Teresa son como los fenómenos atmosféricos: son inherentes al país y tal vez nadie es responsable. O tal vez todos lo son. Fate descubre que las raíces de los crímenes ascienden y arraigan en las más altas esferas de la sociedad y clase política del país, y acaba encañonando, directamente, a la noche, a la oscuridad que nadie puede mirar cara a cara.

Estéticamente es, también, la parte más potente. Un espacio reducido a una pequeña habitación, una acción en pseudo-cámara lenta, proyecciones en directo de planos detalle, música atronadora (me gusta la gasolina, dame más gasolina) y una multitud de mensajes y símbolos que hacen que, al salir de la sala, nos tiemble el pecho y rechacemos el guacamole que se nos ofrece en vestíbulo.

Es imposible detallar o reseñar todas las partes en poco espacio, sólo diré que tras cinco horas de duración me hervía la cabeza, el pecho, pero no estaba cansado. Tal es la efervescencia -intelectual, emocional, sensitiva- que despliega Rigola durante toda la función.

La interpretación de los principios esenciales que rigen la obra de Bolaño en la adaptación es, sin embargo, otro tema. No soy de los que reclaman una adaptación fiel de la literatura. Es de perogrullo repetirlo una vez más, pero lo repetiré: la literatura es un lenguaje, el cine otro, y el teatro otro. Y la forma, los recursos de cada lenguaje, afectan invariablemente al contenido. Por eso creo que la adaptación de 2666 es un éxito. No obstante, creo que la obra peca de lírica. Los parlamentos están trufados de una poética densa que a ratos sorprende, porque no caracteriza la obra de Bolaño. Es como si, seleccionando los fragmentos más poéticos del escritor -que los hay, por supuesto-, se hubiesen obviado otros igual de importantes. Pero es una pequeña piedra en el camino, algo que no tiene mayor importancia dado el tamaño y la ambición del proyecto. Donde mejor se capta el espíritu de Bolaño, a mi parecer, es en la voz del muerto en La parte de Amalfitano y esa prosa áspera y casi administrativa de La parte de Archimboldi que, dicho sea de paso, crea, debido a su carácter historicista y documental -y a pesar de su abrumadora puesta en escena- un interesante anticlímax, un cierre 'en frío' que en otro montaje hubiese sido un paso en falso pero que en 2666 es muy adecuado.

En cuanto a las interpretaciones, destacan Julio Manrique y Joan Carreras, que no en vano encarnan a los personajes más potentes y que, en ocasiones, rozan lo sublime. Manrique tiene un cambio de registro sutil y sin embargo endiablado, mostrando con una sola ceja lo que otros actores necesitan gritar con los brazos alzados. Carreras, por el contrario, juega con su estatura, con su físico, con una aura que ya en Rock 'n Roll, de Tom Stoppard (también de Rigola, también en el Lliure) impregnaba toda la obra.

Durante la obra suena música y se proyectan imágenes grabadas, imágenes en directo, los títulos de las partes, frases de Bolaño e incluso un interminable listado de las mujeres asesinadas en Santa Teresa -en una de las imágenes más duras del montaje-. Rigola ya nos tiene acostumbrados a este tipo de proyecciones, haciendo añicos la barrera entre el cine y el teatro. No tiene miedo de proyectar los créditos de los actores -como en Rock 'n Roll-, de dejarnos sordos con un reggetón de tres al cuarto o de, como hemos dicho, proyectar nombres de mujeres en la pared durante aproximadamente ocho minutos. Son muchos minutos y, créanme, en esos segundos, mientras los nombres pasaban y pasaban y a dos metros del público una chica desnuda se contorsionaba y gritaba y escupía sangre, parecía que la lista no acabaría nunca, como el desierto sin límites y atiborrado de cruces que nunca se acaba, nunca se acaba.

La avenida Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas 
las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 
1974, ni a un cementerio de1968, ni a un cementerio 
de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio 
olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las
acuosidades desapasionadas de un ojo que por 
querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo”.


Roberto Bolaño, Amuleto




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