miércoles, 2 de diciembre de 2009

Las grietas de Casciari


Conocí a Hernán Casciari (Buenos Aires, 1971) a través de su blog dedicado a las series, Espoiler. Más tarde, cuando intuí que este argentino afincado en Barcelona decía muchas más cosas de las que escribía, indagué un poco más y descubrí Orsai, un cajón de sastre donde Casciari escribe relatos y reflexiones, y que le ha proporcionado una justa fama entre los internautas.
En su tercera novela, Casciari desgrana, en una cronología libre, algunos de los momentos más importantes de su vida, lo que él llama “momentos bisagra” o, más trágicamente, “grietas”.



El libro es de lo más tierno y emocionante que he leído en los últimos meses. El estilo de Casciari es sencillo, conciso y directo, pero de vez en cuando se suelta y alcanza una poética cotidiana que te sacude y te hace papilla el diafragma. Siempre con algo de ironía, El pibe que arruinaba las fotos deja entrever una voluntad literaria más depurada que sus dos anteriores libros –Más respeto que soy tu madre y España, perdiste–, con una voluntad claramente humorística.



Durante el acto de presentación del libro, Casciari nos explicó que El pibe… es un libro que ha escrito sin quererlo. A raíz de la muerte de su padre, una noche decidió buscar en Orsai los relatos en los que hablaba de Roberto Casciari. Y se encontró con un conjunto de materiales con un eje, con una columna vertebral. De ahí nació El pibe…


Durante el proceso de escritura, el autor tuvo que limar los textos para dar forma a la novela. Según Casciari, fue consciente del proceso de luto por su padre en el momento en que cambiaba los tiempos verbales. “Donde ponía ‘Roberto es’, ahora tenía que poner ‘Roberto era”. Es un buen ejemplo del tipo de poética que podemos encontrar en la obra.


¿Y de qué trata El pibe…? Trata de la necesidad de encajar; de la soledad en los niños; de esa cosa tan difícil de encontrar, la amistad; trata de futbol; de pasiones; de noches en vela junto a una máquina de escribir; trata de literatura, del exilio; de la familia; de la Argentina de los años 70… Trata del pasado, en definitiva, de cómo uno a mitad de camino se mira las manos destrozadas, la cara  magullada, las heridas del viaje, y acaba por comprender que no comprende nada. Es entonces cuando, tal y como explica el autor, uno se sienta para escribir. Para entender, para rememorar. Para intentar, no ya responder una pregunta, sino para intentar formular la pregunta. Porque entre otras cosas, escribir es eso: tratar de formular una pregunta.

“También lo supe un mediodía mercedino de un año después, el catorce de noviembre del noventa y cinco, cuando maté sin querer a la hija mayor de mi hermana, haciendo marchatrás con el auto. Entonces yo vivía en Buenos Aires y había bajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela Chola, por eso recuerdo la fecha exacta, y también porque nací de nuevo. Hice marchatrás con el auto de Roberto y el mundo se detuvo. Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable […].

Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina. No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma, una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.

Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar. Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción.


Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida. Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo. ¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida? ¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia, y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?

Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco. A veces es Finlandia".

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