martes, 1 de diciembre de 2009

Los límites del desierto


como Amundsen, sí, claro, Amundsen: toda la vida planificando un viaje, una expedición, y cuando llega planta la tienda, una bandera maltrecha y se pregunta ¿ahora, qué? Eso parece en la foto, los cuatro exhaustos y mirando el punto exacto donde se encuentra el Polo Sur, nunca antes pisado por nadie. ¿Y ahora, qué? ¿Hasta dónde llega el hielo? ¿Para qué sirve todo esto? ¿Cuáles son, exactamente, los límites de esta extensión tan llena de blanco? ¿Dónde están los límites del desierto? Y luego volver a casa, como Amundsen, y después de tantos años no encontrarás a nadie, todos han cambiado de casa, de pareja, de té, de ropa, de camello, de vida, y de nuevo un desierto se abre delante tuyo, y luego saldrás de la vieja casa donde toda la familia se reunía cada domingo y estará todo tan lleno de gris, el huerto de tu abuelo sepultado y los árboles trasladados a las decretadas y estipuladas zonas verdes, e intentarás dar un paseo por lugares que ya no existen. 



Tal vez Amundsen también lo intentó algún día, trazar mapas, a eso se dedicaba también, tú intentarás trazar uno, como quien en el papel descolorido de la guía reconoce la casa de sus abuelos, intentarás reconocer viejos espacios que guardas en tu mente, pero no los encontrarás. Querrás apuntillar tu memoria como quien cuelga cuadros, pero te han quitado los setos de tu escuela, el viejo portal donde besaste por primera vez, los árboles que ocultaban tus primeros cigarrillos, ¿y ahora, qué? Pues ahora escapar, comprobar que el lugar donde la bandera ondea te es extraño y está insoportablemente lleno de blanco, que las calles que recorrías para invocar tu memoria han desparecido y que estás en el centro exacto de un desierto en el que no puedes quedarte, así que habrá que salir a explorar, tendrás que recoger la campaña y la bandera y, ya sin tripulación, partir en busca de ese límite, esa frontera donde lo blanco acabe y empiece otra cosa, donde empiecen los otros, un lugar donde encuentres o reconozcas a alguien y dejes atrás los límites de un silencio que te ahogó al volver del Polo Sur. También Amundsen lo hizo, finalmente tuvo que volver de nuevo a jugársela, volver a huir, esta vez al Polo Norte, donde dejaría la vida en algún lugar del Mar de Barents, al estrellarse su avión. Querrás volver cuando te vayas, querrás irte cuando estés aquí, porque ya no reconoces nada, porque no te reconoces ni a ti mismo, pero igualmente necesitas salvar a la gente que dejaste atrás, querrás, como Amundsen, rescatar a esos hombres de la tripulación que quedaron atrás y que ya están muertos. Está muerto tu abuelo, que un día te respondió que durante la guerra lo único que hizo fue esconderse tras las piedras y asegurarse de que tenía el casco puesto, te lo dijo en el comedor de la gran casa donde se reunía toda la familia. En esa misma casa, un día tu prima gritó “esconded las galletas, que viene Carlos” y corriste a esconderte, llorando y con tus michelines a cuestas, arrastrando un hambre punzante y vergonzosa, y te echaste a llorar en la cama de tu abuelo, en una habitación grande, con cinco camas, a oscuras, con el ruido de los coches en la calle, la colcha estaba fría y olía mal, humedad, la textura blanda del edredón te dio asco y notaste un suave olor a orín, en aquella habitación tan llena de negro, hasta que llegó tu madre y te limpió las lágrimas y te ofreció galletas y tú, claro, te las comiste. También está muerto el carnicero de tu calle, del que no recuerdas su cara pero sí su olor cuando te cogía en brazos, tú callado y esperando en el banco de la carnicería durante casi una hora, mientras a tu madre le llega el turno, hamburguesas y cordero, por favor, el único niño entre mujeres que no se callan, con permanentes de estreno, con lenguas como agujas que sin embargo siempre exclaman “pero qué niño tan guapo, y qué obediente y qué callado”. Siempre callado, sin decir nada, siempre hasta ahora, hablando más allá de la frontera, con extranjeros o desconocidos, más allá del límite, pero incapaz de decir nada en el más acá, en el desierto, un niño en una banqueta en la carnicería callado y con la vista fija en algún lugar, como Amundsen, que en la foto recuerda a Armstrong y su gran paso para la humanidad, pero aquí todo es monocromo, la desolación es absoluta: en ese desierto no hay nada ni nadie, y por supuesto no dijeron ninguna chorrada del estilo Armstrong, así que ahí estás tú, en la banqueta, sentado y sin decir nada y con la vista fija, como Amundsen, sí, claro, Amundsen, mirando la triste bandera y preguntándose ¿y ahora, qué?


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