Actualmente, en los locales de ocio nocturno, ya no suenan canciones lentas. Yo no sé a qué responde esta progresiva extinción de los tiempos lentos en las salas de baile, pero lo cierto es que, hoy en día, resulta agotador bailar en una discoteca.
No sólo es un atentado contra la imagen de los bailarines (uno no se atreve a mirarse al espejo tras cinco horas de convulsiones descompasadas y unos cuantos combinados), sino que también echa por los suelos las convenciones del ritmo narrativo. Y un dj debería, por contrato, conocer ciertas técnicas narrativas.
En cierto modo, eso es lo que hacen. Una noche de música es un relato. A veces el relato utiliza materiales narrativos de dudosa autoridad (Uno-do'-tres-cuatro: I know you want me, you know I want you) y los hilvana con pésimo gusto, pura yuxtaposición. Pero si uno tiene suerte, el pinchadiscos tira de tradición y de clásicos y claro, así nadie falla. Pero aún en las mejores circunstancias, todos pecan de lo mismo: del deficiente uso del ritmo. Ni una lenta. Es como escribir todo en negrita.
Uno no puede ni dar un trago de cerveza, porque los beats apremian. Hemos perdido la posibilidad de relajarnos durante diez minutos y dejar que el ritmo musical descienda para, acto seguido, subir de nuevo. Ahora todo es alto, es como comer carne cada día. Nuestros padres entendían la importancia de bajar el ritmo de vez en cuando, de espaciar los hits, por eso en sus guateques había lentas. No pido un vals (no sabría bailarlo), no pido ni siquiera una canción romántica, pero creo que un medio tiempo de Al Green bastaría o, si se quiere, algo de Janis Joplin, que en dos compases te incendia el alma.
La música rápida (en contraposición a la lenta) tiene una consecuencia nefasta y directa: nos hace bailar solos. No nos engañemos, es muy difícil hablar con alguien mientras los Chemical Brothers guían tus espasmos. El baile ha sido, históricamente, una actividad comunitaria, compartida, pero ahora esa posibilidad es remota, más allá del reconfortante abrazo fraternal con canto primitivo del estribillo. Bailar se ha convertido en una forma (más discreta, menos placentera) de onanismo. Cuando bailamos solos, nos masturbamos.*
*No he hablado de otra de las tristes repercusiones que la paulatina ausencia de canciones lentas tiene sobre nuestra vida espiritual: la posibilidad de confraternizar con el género femenino. Tal vez otro día.
El dueño de todas las discotecas y bares y clubes nocturnos es un miserable: además de darle la espalda a las canciones lentas, también tiene animadversión a las canciones cortas. Después de un rato sudando ritmos frenéticos, uno no sabe si desde que entró en el garito sonó todo el rato la misma canción. O lo que es peor, si ese estribillo pegadizo sonará en bucle hasta que, ebrio de canción, pierda la noción del tiempo.
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